La ametralladora abandonó su nido en uno de esos recurrentes días de lluvia de jazmines. Varios pétalos cayeron del árbol junto a sus padres, una motosierra y un montículo de pólvora, que en el mismo instante en que su hijo llegó a la vida se lanzaron al vacío por el súbito terror de tener que cargar a alguien sin cortarlo, o sólo porque el viento en su soplar azaroso golpeó con más fuerza la rama en la que se hallaban... la ametralladora nunca lo sabría.
Chocando con el pasto sin querer disparó su carga, cual arma de fogueo. En ese momento sintió instintivamente que para eso estaba hecho. Había alcanzado la madurez cuando las balas salieron inocuamente de su cañón, en un estruendo parecido al que hacían las ratas cuando se apareaban bajos las indiscretas miradas de los árboles errantes.
Tenía que seguir disparando, disparando y disparando balas, porque las balas era tan suyas como el resto de su metálica consistencia; podía sentir a través de las balas allí donde ellas se posaban, y esa sensación era el sentido de su existencia, el objetivo que los sabios del bosque le hubieran impuesto si es que hubieran existido. Las balas tenían dientes, las balas engullían como un fuego todo lo que no tuviera la resistencia suficiente para oponérsele, para decirle no, no me comas, cómete a mi hijo, cómete a mi esposa, pero no a mí, no a mí, que no me gané un lugar en la quinta dimensión para ser engullido por un recién nacido.
La ametralladora se comía el alma de los seres vivos. Sobre todo de seres humanos, principalmente de seres humanos, que estaban aderezadas por el caos de sabores que generaba la problemática existencia de la consciencia y los miles de conflictos en los que se veían envueltos día a día. Cada contradicción que consumía su mente y la vorágine de sentimientos que experimentaban le daba un sabor característico al alma, generalmente un sabor trágico, que tentaba mucho más a las pequeñas ametralladoras que el anodino sabor de las plantas y los animales y los minerales.
Por intuición lo sabía, por eso buscaba humanos, aunque ocasionalmente en su camino, para no morirse de hambre, le disparaba a algunas flores, o unos pequeños helechos, incluso tuvo la suerte de encontrarse con un pajarito arcoíris al que derribó con una ráfaga que lo dejó exhausto pero satisfecho por un buen rato, porque el alma de ese pajarito se asemejaba mucho a lo que creía que podía ser el alma de los humanos.
Atravesó ciénagas hasta llegar a un lugar con muchas casas blancas y jardines bien cuidados, con plantas que no se curvaban hacia el sol por necesidad, sino por puro gusto. Se acercó a una para preguntarle dónde estaban los humanos, por qué no había visto ninguno en su corta existencia, si acaso se escondían de los rayos solares o huían de su presuntamente peligrosa presencia, revelada por los disparos al aire que hacía a veces con la esperanza de comerse el alma de una nube para probar cómo era. Pero las plantas no hablan, las plantas no se expresan, y así se lo hizo saber ella con su estatuismo y su muda protesta. La ametralladora, frustrada, posó su cañón en una hoja y se comió su alma.
Algo distinto pasó. Estaba tan cerca de su víctima que las leyes que gobernaban su proceso de deglución se confundieron, y en un caos de dientes y pólvora se comió a sí mismo, al tiempo que a la planta le salían dientes y lo comía a él comiéndose a sí mismo, confundiéndose también ella por su nunca adquirida consciencia en la de ese extraño que pretendía comerla pero que terminó formando parte de ella. Así fue como nació el primer híbrido entre planta y arma: la hoja metralleta.
Con su recién adquirida intuición herbácea supo que algo se acercaba. Quizá fuera el ansiado humano que esperaba o quizá fuera algo más lento que gritaba con palabras arrastradas BRAAAAAAAINS. Resultó ser la segunda opción, pues observó que desde la lejanía aparecía un no-muerto sobre el ocaso, y a su espalda habían muchos más como él que se acercaban a paso de tortuga hacia el jardín.
Entonces el guatón Juancholo salió de la casa. No lo había sentido en ningún momento, pero la hoja metralleta lo vio y, casi sin pensarlo, le disparó una ráfaga de balas verdes. Las balas rebotaron mágicamente ante el rostro impávido del guatón que veía que de repente sus plantas lo atacaban. Se sintió traicionado, triste y rabioso a la vez, pero luego miró al horizonte y se cagó de miedo. Se rascó la cabeza sobre la olla que usaba como casco y luego le rezó al tercer mundo para que lo librara del destino que lo esperaba, pero luego se dio cuenta de cómo se movía la hoja metralleta y comenzó a rezarle.
—Señorrrr por favorrrrrrrrrr no deje que los zombies se coman mi cerebrrrrroooo.
La hoja metralleta, que había adquirido la sabiduría de la tierra y de los bosques y del sol al hacerse uno con la planta, comprendió que lo que protegía de las balas a ese, el único humano que quedaba quizá en cuantos mundos a la redonda, era la olla que tenía en la cabeza para proteger su cerebro de los zombies que se acercaban. La conclusión lógica y verde era que tenía que acabar con los zombies para que el guatón Juancholo no necesitara ponerse el casco y así, desprotegido, pudiera comerse su alma.
Los zombies eran cada vez más numerosos. El ocaso ya era total, pero la hoja metralleta pudo ver cientos de ellos con conos, puertas metálicas y escaleras renqueando hacia la casa. Entonces les disparó miles de balas en miles de ráfagas a la distancia y algunos se deshacían en la tierra luego de recibir muchos impactos, pero sólo unos pocos, porque otros usaban las puertas como escudos y otros simplemente esquivaban las balas subiéndose a sus compañeros.
Era inútil seguir así. La hoja metralleta necesitaba ayuda. No sabía qué hacer, así que escuchó su corazón, un corazón que se extendía por todas sus venas y su sangre verde, que inundaba cada pequeña hoja disgregada en formas curiosas por la necesidad de adaptarse a su parte metralleta. Necesitaba ayuda. Necesitaba otros como él. Necesitaba un ejército de plantas que le ayudaran a acabar con la amenaza zombie.
Se liberó de sus raíces y ocultó la tierra en la que había permanecido anclado inalcanzables años. Luego expulsó todo el oxígeno que había acumulado y del que se había alimentado en las noches frescas para crear un portal del tamaño de una vaca que en vez de leche producía estrellas y que lo llevó a una dimensión paralela.
En esa dimensión conoció a una bomba atómica, se casó con ella y sobre una cama de humo y azufre tuvieron muchos hijitos metralletas con un gran poder explosivo. Orgulloso por el rumbo que había adoptado su vida, se llevó a sus hijos consigo a su dimensión natal, dejando sola a su madre llorando lágrimas radiactivas.
Ya en el jardín del guatón Juancholo, se dio cuenta que cada uno de sus hijos tenía una característica que lo hacía especial. Algunos eran fríos, otros eran sensibles, o muy agresivos o muy tranquilos, con balas como agujas o como mazas medievales, pero todos tenían en común la cualidad de ser explosivos. No necesitaban engullir a los seres vivos: sus balas ni siquiera tenían dientes, explotaban en contacto con algo que no fuera aire. Su prole sólo servía para destruir. Habían salido a su madre.
El padre instó a sus hijos a que hicieran lo mismo que había hecho él con la planta que intentó comer. Les dio la instrucción de disparar con el cañón pegado al cuerpo de las plantas y le llamó a este acto "follar". El jardín se convirtió en una orgía de plantas y metralletas, pero luego se sumaron otros, porque algunos no se conformaron con las hojas ni los helechos ni las flores. Así fue como follaron rocas, chiles, papas, cactus, e incluso un gato al que le metieron el cañón por el culo sin darse cuenta.
Cuando tuvo su ejército listo, la hoja metralleta no sabía qué hacer. Se dio cuenta de que no era un buen estratega, pero luego se fijó en un nido de pájaros de sol que había en el techo de la casa y de las heces que habían directamente abajo, y tuvo una idea. Le encomendó a un par de hijos que follaran las heces y el resultado fue tan satisfactorio para ellos que se convirtieron en margaritas con caritas felices. Ellas tenían la habilidad de administrar el ejército por medio de un sistema monetario-solar, y así fue como organizaron el ataque a los zombies.
Los zombies eran innumerables, pero las plantas aguantaron por varios días y noches y lluvias de jazmines, hasta que no quedó ningún zombie ni muerto ni vivo.
La casa y su único habitante estaban a salvo, y la hoja metralleta estaba tan feliz que se comió a todos sus hijos como aperitivo para lo que venía, la degustación, por fin, de un alma humana, cuando su almuerzo se liberara de su protección. Sin embargo, el guatón Juancholo nunca se sacó la olla de la cabeza, porque lo encontraba un muy lindo sombrero.