martes, 22 de abril de 2014

El erudito en el cuarto oscuro

Quiero comprenderlo todo, menos a mí mismo...

El erudito vivía en el cuarto más recóndito del castillo, donde la penumbra era tan densa y el silencio tan abisal, que no distinguía el día de la noche. Tampoco le importaba: allí tenía sus libros, sus plumas y papiros, todo lo que necesitaba para alimentar su alma y alcanzar el objetivo de comprenderlo todo. El único inconveniente de su guarida era la oscuridad, aunque también era su motivo de mayor goce. Sin oscuridad su actividad no tenía sentido; sin el misterio, el conocimiento no tenía nada que revelar. Aun queriéndola, se pasó la vida tratando de eliminar la oscuridad.

El conocimiento era la luz. A medida que estudiaba los libros de la biblioteca, que dominaba todas las áreas del saber, la habitación se iluminaba. Cada vez que aprendía algo nuevo, podía ver con mayor nitidez las cosas de su guarida. No eran muchas, después de todo, pero el ver esos elementos materiales también tenía un correlato mental: su concepción del mundo era más amplia, sus imágenes de la naturaleza y sus espíritus eran mucho más claras. La luz desplazaba a la oscuridad en todo sentido.

Sin embargo, a veces veía la luz apenas como una pálida bruma en un universo oscuro. Sentía a ratos que la luz no era real, que era pura ilusión. La oscuridad seguía ahí, invadiéndolo todo, llenando cada espacio del Todo. Su labor de adquirir conocimiento no era más que un juego alienante para darse seguridad en la oscuridad. El misterio era insondable, cualquier intento de describirlo era inútil, la verdad no existía.

La duda era temporal. Luego seguía disfrutando de la lectura, el análisis y la creación de un conocimiento que eran tan infinito como el universo. Pero siempre tuvo esa inquietud, la sospecha de que lo que hacía no obedecía a una necesidad intelectual, sino a algo mucho más profundo -y profano- a lo que no podía acceder.

Lo que el erudito no sabía es que la oscuridad no estaba en la habitación: estaba en él mismo. Era su propia oscuridad la que necesitaba combatir, pero como él creía que estaba afuera, sus esfuerzos fueron dirigidos a la comprensión de la naturaleza externa. Se distrajo indagando en áreas muy abstractas, complejas y lejanas para evitar pensar en sí mismo. Por eso a veces veía la luz como una ilusión, porque no sabía nada de su propia oscuridad, la verdadera oscuridad que lo afligía. En realidad no soportaba la idea de sentirse solo en la oscuridad. Mejor llenar su guarida con pensamientos vacíos sobre cualquier cosa que enfrentarse a su propia indefensión…

jueves, 17 de abril de 2014

La ira de Razabal

Razabal estaba muy furioso porque le cayó un fardo del porte de un molino en su patria la España coja. Cuántos gigantes habían muerto llevando esos fardos desde el Olimpo. Dioses torturando, otrora pelando a los prelados de la tierra. Razabal no podía soportarlos, esas caras sin muecas, esos ojos inexistentes, vacío allí donde debían haber cuencas. Eran antropomorfos, después de todo, humanos más grandes. Pero a él le molestaba encontrarse algún parecido con esos deformes.

Pateó una piedra con el poder del trueno. Sonó el estruendo hasta en la China, en cientos de templos donde se practicaba Tai Chi. A Razabal no le importó sentir la desconcentración de los chinos. La rabia era superior, porque como no se podía ametrallar el poto tenía que seguir levantando el fardo con los tres brazos, llevarlo por el camino de la cruz, recordar al mártir, llorar al mártir y luego verter unas gotas de aceite en la poción de las putas.

Sumiso en la época del Todo, Razabal siguió su camino ignoto. La ira no cegaba a los ciegos: les daba poder. Así fue como encontró la mortalidad de las antipiedras. Se hundió en sus texturas suaves y les clavó un ojo con una espina. Así se deshacía el hechizo. Sólo que luego su brazo se convertía en una quimera hambrienta y tenía que esperar unas cuantas horas a que recuperara su color tornasolado. Era una paja, pero a Razabal poco le importaba nada.

Quería vengarse. Rajarlos por las nalgas. Pero los fardos se aparecían en sus visiones de noche y luego la luna le guiñaba un ojo. Tantos ojos; quería vomitar ojos, pero eso hubiera sido muy anarquista.

La ira de Razabal no remitía: era un cauce infinito en los límites de la tierra. Los pájaros volaban hacia abajo por las aguas cuando Razabal seguía con su fardo. Quizá era la bandera de España, ese reflejo tras el arco-íris de las gotas lo que lo animaba. La patria perdida pisoteada. Él pisotearía las piedras. Sin piedras no se construye nada sobre la mierda. A menos que se use mierda como el principal material del mundo. Así había sido en todos lados.

Despertando sobre Shi Ryu parecía que la ira había degradado su color característico, mas no era nada más que un cambio temporal en las constituciones del Tao. Su camino era sin desvíos, los constructores habían muerto de inanición antes de que se les ocurriera otra alternativa. Sólo la clave de Parménides les había permitido seguir con vida. Letras que se graban con fuego en sus espaldas.

Sin embargo, la ira era un rojo día. No hay ira sin rojo día y el día no es tan rojo cuando no hay ira. Aunque el día parezca eterno la ira se acaba algún día. Para eso es que trabajan los magos en la cima del monte, ¿no?

martes, 8 de abril de 2014

Escama del círculo adictivo

—Mis papás no me pescan

—¿Por qué no te pescan?

—Porque estoy too el día volao

—¿Y por qué te vuelas?

—Porque mis papás no me pescan

martes, 1 de abril de 2014

Pensamiento marihuanero

La marihuana nos había relajado. Como sentía mi mente más despejada, me puse a pensar. Recordé la visión que había tenido horas antes: la vejez de las tres i: infinita, imposible, inconmensurable. La decrepitud absoluta sobre una montaña, como un elefante en la India que montara otro elefante-montaña. Siempre me ha parecido que las montañas son como lomos de mamut, o a veces sus patas. Pero siempre dan esa sensación de grandeza, la misma que sentí con la vejez personificada. ¿Por qué sería tan grande? ¿Acaso es la contraposición de la pequeñez de nuestras muertes, ahogadas en cementerios cada vez más diminutos, con lápidas que son el único rastro que queda de que alguna vez existimos sobre la tierra, aunque nos queda una eternidad bajo ella? ¿Acaso es más grande la perspectiva cercana a la muerte, la vida con las tres i: inmóvil, inválida, invisible?

—La vejez es tan mierda... —dije involuntariamente por un estrategia de infiltración interna de mi pensamiento en mis cuerdas vocales.

—Yo quiero ser abuelita y contarle a mis nietos que me culiaron en un cementerio para perros. Más respeto con tus mayores.

—Polvo fuistes y en polvo te convertirás.

Miré al cielo por el balcón y no había ninguna estrella. Hacía años que no veía estrellas. Si ellas nacen del polvo que deja la transformación de la materia —la muerte, en términos humanos— ¿significaba entonces que su no-existencia se debía a que nada se descompone como antes? Ya nadie muere, sólo envejece para permitir que otros organismos se mantengan con vida, también envejezcan y perpetúen la putrefacción, en un eterno limbo de descomposición que nunca lleva a la destrucción total. La nueva muerte es la vejez.