viernes, 3 de abril de 2015

El acuario budista

La llevé a un acuario budista. No sé, tenía rabia y un poco de pena, ni siquiera quería estar con ella, pero imaginarme a los peces en flor de loto y a los tiburones transformando sus tendencias asesinas en compasión universal me animó un poco. A decir verdad seguía enojado. Pero tenía que llevarla a algún lado, o la iba a perder.
Ya había pasado el espectáculo cuando llegamos. Tres delfines habían alcanzado el nirvana frente al público. Por lo que nos dijeron, un halo de luces doradas los envolvió por 30 minutos. Luego los miraron con una compasión infinita, como diciéndoles "los entendemos, comprendemos su dolor, lo problemático de su existencia, y agradecemos este entendimiento, valoramos el que, a pesar de todo, uno de ustedes, el Buda, haya legado su doctrina a todo el reino animal". Después volvieron al agua y ahí están, nadando y jugando con cadáveres.
Me irritó el no haberlos visto. Quizá yo también hubiera alcanzado algún nuevo estado de conciencia al verlos en pleno proceso de iluminación, quizá me hubieran enseñado a vivir con serenidad lo que había pasado, pero qué le iba a hacer, llegué tarde, como a todo en mi vida.
Vimos todo lo demás: los peces doblando las aletas en un intento de alcanzar una posición efectiva para la meditación, los antes feroces depredadores que ahora se dejaban llevar por las corrientes del agua, las bellas sirenas enseñando cómo extinguir toda clase de deseo.
Guiños de reconciliación durante la visita. Besos por aquí y por allá. Indiferencias que nos atravesaban y que nosotros veíamos a la distancia, mientras nos decíamos con el roce de nuestras manos que al llegar a la casa íbamos a vivir en la cama todo lo que esos peces se estaban negando a experimentar. En unos meses todos esos peces iban a morir sin descendencia. Igual que nuestra relación.

No hay comentarios:

Publicar un comentario